jueves, 19 de octubre de 2017

Yo era de piedra.

Aún recuerdo la sensación de vacío en el pecho, el hueco que existía en mi interior y que era incapaz de cubrir. Yo era de piedra, nadie podría hacerme daño nunca más. Y al principio estaba orgullosa, pero después... Después, ese vacío cada vez se hacía más pesado, mi alma estaba en sequía y no había océano que calmara su sed. Entonces, el orgullo se convirtió en espera, en angustia, en miedo. Temía no encontrar ese algo que hiciera que mi ser volviera a completarse. Perdí la capacidad de sentir y me torné impasible, inexpugnable.
El cielo que cubría mis días no era gris, no era triste, pero sí apagado, vacío, inmóvil. 
Hasta que, un día, poco a poco, los rayos de luz entraban por mi ventana, y mi alma se sonrojaba y sonreía. Y mi piel volvió a erizarse con el tacto de unas manos, y mis ojos desprendían ilusión y vitalidad. 
Aquel vacío se llenó sin darme cuenta, no pude percibirlo, pero así ocurrió. Y salí de esa inexistencia en la que mi alma se había encerrado con candado para volver a caminar con los pies descalzos sobre el pasto, para volver a sentir vértigo en los columpios, y para volver a apreciar el canto de los mirlos. 
Y fue entonces cuando supe que nada dura para siempre, que yo seguía siendo humana y que había descubierto por fin la primavera.
Ahora respiro con fuerza, llenando mis pulmones de sueños, de sensaciones, de ganas. Y ahora también dejo que mi piel se erice con ese tacto de terciopelo, y disfruto los escalofríos cuando el viento me sopla en el cuello. Y abrazo con fuerza a los rayos de sol que deshicieron el hielo que me envolvía. Y dedico mis besos a esa fuerza que rompió el candado que encerraba mi alma, esa misma fuerza que me abraza también a mi y que, cada día, me susurra un"te quiero" bajito, al oído. 

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