viernes, 8 de abril de 2016

Ya no me cuesta.

Aún sigo recordando tus palabras vacías y tus abrazos que una vez creí cálidos pero que, con el tiempo, descubrí fríos e inertes. Lo recuerdo y aún escuece, pero ya no duele, no molesta.
Poco a poco he logrado conseguir que la herida de tu existencia en mi alma dejara de sangrar y cicatrizara. Me ha costado tanto que se me salen las lágrimas al recordarlo. Me has dolido más que mil tormentas de verano, más que mil árboles caídos. Me dolía tu presencia, tu existencia. Me dolías tú.
Pero he sido capaz de continuar, de superar, de pasar una página del libro que creí fosilizada, pero no lo estaba... Nada dura para siempre, los sentimientos van y vienen, como el viento, como el sol y la luna.
Me enamoré de una imagen idílica de un "tú" que no existía, un "tú" que mostrabas con soltura a pesar de ser una gran mentira. Y ahora veo que estaba confundida. Creí que valías, que merecías la pena, que eras verdadero y puro, transparente. Pero tu interior es turbio, es falso y es vacío. El hueco interno que queda en tu alma causado por la falta de sentimientos hace que el eco de mis gritos pasados rebote por las paredes, como una pelota en una habitación vacía. Una pelota que, tras años rebotando, se ha pinchado, y ahora ya no rebota, ahora ya no está, y cuántas ganas tenía de que eso pasara.
Aún hoy sigo viéndote si cierro los ojos, sigo pensándote antes de irme a dormir, y sigo queriéndote, pero no de la misma forma. Y sé que tal vez sea la distancia, y que es posible que me esté engañando a mi misma pero, ¿sabes qué? Que si es así, no quiero dejar de hacerlo, porque por primera vez en mucho tiempo, recordarte no me hace llorar, no me hace sufrir.
Por primera vez en mucho tiempo, recordarte ya no me cuesta.
Ya no me cuesta.
                                                                   
                                                                                                                     

lunes, 4 de abril de 2016

Tú me hiciste el gesto, y yo...

Te cruzaste en mi camino. Tu mirada buscaba la mía y yo decidí no oponer resistencia, seguirte la corriente. Y lo sentí, lo sentimos los dos, pude verlo en tus ojos.
Siempre consideré que la música era algo mágico, algo que surgía no solo de las canciones, si no de los gestos, de los momentos, de las sensaciones. Somos capaces de hacer música con emociones de igual manera que lo hacemos con un piano, pero no es auditivo, es visible y sensitivo. La música es magia, tu sonrisa es magia. Haces música cuando sonríes.
Me perdí en el filo de tu rostro, en la suavidad y la sensualidad que bailaban acompasadas sobre tu mentón, en el borde de unos labios delicados que eran pellizcados de manera intermitente, pausada, atrapados entre esa fila de dientes blancos en un gesto que me despertó por dentro.
Me abandoné en el azul intenso de tus ojos... Ojos semicerrados por culpa de un ceño ligeramente fruncido. En esa zona de tu rostro, el misterio y la curiosidad me llamaban, a gritos.
Tu pelo revuelto con gracia, con niñez, como de casualidad.
Volé con tu piel pálida, con tus manos finas. Haces música con tu simple presencia, y quise que esa fuera mi banda sonora, de verdad lo quise.
Y te busqué, y regresé a aquel lugar en el que mi cuerpo y mi mente se habían revelado en contra de mi voluntad, y habían decidido que el lema de su huelga sería tu cuello, tus ojos, tú.
Te perdí, sin haberte llegado a encontrar del todo.
Y me crucé con él, con el juego de su mirada oscura y profunda, con su pelo negro e igual de rebelde que el resto de lo que él es en sí, con su gran sonrisa impaciente, esperanzadora. Y a lo lejos, de forma casi imperceptible, alguien lo llamó.
Tú me hiciste el gesto, y yo... Yo descubrí su nombre.
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