lunes, 4 de abril de 2016

Tú me hiciste el gesto, y yo...

Te cruzaste en mi camino. Tu mirada buscaba la mía y yo decidí no oponer resistencia, seguirte la corriente. Y lo sentí, lo sentimos los dos, pude verlo en tus ojos.
Siempre consideré que la música era algo mágico, algo que surgía no solo de las canciones, si no de los gestos, de los momentos, de las sensaciones. Somos capaces de hacer música con emociones de igual manera que lo hacemos con un piano, pero no es auditivo, es visible y sensitivo. La música es magia, tu sonrisa es magia. Haces música cuando sonríes.
Me perdí en el filo de tu rostro, en la suavidad y la sensualidad que bailaban acompasadas sobre tu mentón, en el borde de unos labios delicados que eran pellizcados de manera intermitente, pausada, atrapados entre esa fila de dientes blancos en un gesto que me despertó por dentro.
Me abandoné en el azul intenso de tus ojos... Ojos semicerrados por culpa de un ceño ligeramente fruncido. En esa zona de tu rostro, el misterio y la curiosidad me llamaban, a gritos.
Tu pelo revuelto con gracia, con niñez, como de casualidad.
Volé con tu piel pálida, con tus manos finas. Haces música con tu simple presencia, y quise que esa fuera mi banda sonora, de verdad lo quise.
Y te busqué, y regresé a aquel lugar en el que mi cuerpo y mi mente se habían revelado en contra de mi voluntad, y habían decidido que el lema de su huelga sería tu cuello, tus ojos, tú.
Te perdí, sin haberte llegado a encontrar del todo.
Y me crucé con él, con el juego de su mirada oscura y profunda, con su pelo negro e igual de rebelde que el resto de lo que él es en sí, con su gran sonrisa impaciente, esperanzadora. Y a lo lejos, de forma casi imperceptible, alguien lo llamó.
Tú me hiciste el gesto, y yo... Yo descubrí su nombre.

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