martes, 12 de enero de 2016

Cúmulo de sensaciones.

El domingo pasado fue uno de los mejores días de mi vida. Bueno, quizá no sea para tanto, pero yo lo disfruté mucho, ¿vale?
El caso es que llevaba un tiempo algo deprimida, pensando demasiado en todo lo que me rodeaba (tuviera o no importancia) y acabé por hundirme. No sé si alguna vez os ha pasado algo así, todo te aborda, te abruma, los granitos de arena se hacen montañas y las montañas crecen hasta rasgar el cielo, cubriendo el sol que alumbra la poca esperanza que aún permanece en tu interior. Se difumina lo visible, se enturbia lo nítido y te pierdes. Pues más o menos así estaba yo. Ya no sabía qué era ni lo que me pasaba. Estaba triste, enfadada, asqueada con el mundo y con la gente, pero al mismo tiempo necesitaba a alguien a mi lado, necesitaba amor y cariño... Y a pesar de necesitarlo lo rechazaba porque ya dudaba de si eso también sería dañino para mi alma desgastada y mi corazón magullado. Buah, qué movida más rara. Estaba como para escribir un libro, seguro que saldría algo totalmente lógico y ordenado, nada de rarezas y contradicciones, que va... 
Bueno, pues llegó el domingo. 
El sábado había llegado a casa de mi hermana a eso de las diez y media de la noche con una caja de seis donuts del Dunkin' Coffee para compartirlos con ella y con mi cuñado, lo sé, soy una monería. Yo seguía en modo plof absoluto, y después de la tortura de los autobuses y los metros -cosa que no me habría parecido una tortura si mi estado de ánimo hubiera sido normal, ya que me encanta ir en transporte público. Será que soy idiota- yo solo quería dormir, o llorar, o pegar a alguien, puede que todo al mismo tiempo. Esperé a mi hermana y cenamos donuts con Cola Cao (¡Viva la dieta mediterránea!) y con esas mismas, me fui a dormir. Dios mio esa cama es algo divino. 
Me desperté con una sonrisa de oreja a oreja, ya fuera porque había recuperado las horas de sueño de las tres últimas semanas o porque no había tenido esos sueños desagradables a los que ya estaba empezando a habituarme. Me tiré de la cama rozando las dos del medio día, aunque me podría haber quedado allí todo el día sin miramiento alguno, pero había quedado con mi hermana para ir a buscarla al trabajo y comer con sus amigas por allí. Así que, así lo hice. Me vestí y arreglé un poco, pero mi pelo era de otro mundo, así que lo dividí en dos capas y me hice un moño guarruzo con la capa de arriba (¿se le puede llamar semirecogido?) y me fui. Cogí el metro dirección La Elipa-Goya y llegué justo cuando mi hermana salía. Nos fuimos con una de sus compañeras a comer a un restaurante en el que no habríamos entrado de no ser porque había partido de baloncesto y el Barclaycard Center (el Palacio de los Deportes) estaba lleno, al igual que todos los restaurantes de la zona. La comida fue bastante mediocre y la cuenta elevada pero bueno, era eso o un sándwich de máquina chicloso. Aún así yo seguía con mi sonrisa, no había un motivo, pero estaba feliz. Las acompañé de vuelta al trabajo y pasé la tarde recorriendo algunas zonas de Madrid por puro placer, completamente sola y centrándome en disfrutar de la belleza de la ciudad unida a la música que salía constantemente de mis cascos. Paré en varias librerías y me compré dos libros, aunque si hubiera podido me los habría comprado todos. Sin darme cuenta me dieron las siete de la tarde, así que entré en una cafetería y estuve un rato leyendo hasta que mi hermana acabó su turno de trabajo y volvimos a casa. 
Esa tarde fue maravillosa. Había pensado en millones de cosas mirándolo todo desde un punto de vista más bonito, más feliz...Y funcionó, vamos que si funcionó. Me sentí plena, había asimilado cosas que me resultaban imposibles, había pasado página en ciertos aspectos de mi vida y juro que esa sensación era alucinante. No sabía como iba a amanecer el lunes, pero en ese instante podría haberme comido el mundo. Me sentí feliz, muy feliz, después de semanas sin ser capaz de esbozar una sonrisa mínimamente prolongada. Tenía una paz interior que, de no ser porque era plenamente consciente de todo cuanto hacía, habría dudado de si el café o la comida llevarían algún tipo de droga. Todas esas sensaciones, múltiples e intensas, hicieron que fuera capaz de mirar la vida de otra forma. 
Adoro la soledad, poder moverme libremente sin pensar en dónde querrán ir aquellos con los que voy, me gusta tener un rato en el que poder pensar únicamente en mi. Y así fue. Volveré a pasear sola por las calles de Madrid con la única compañía de mis cascos y mis pensamientos. Una experiencia demasiado buena como para no repetirla. 
Vivan los domingos, los paseos y la soledad. Y que viva Madrid, mucho.

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