Me dejo llevar. Como las hojas caídas, que vuelan impulsadas por las ráfagas de viento que abrazan el otoño y que, frías y arremolinadas, nos avisan de la llegada del invierno.
Siento el frío. Quizás mi alma es demasiado acalorada para sostenerse entre los rayos del sol en agosto. Quizás por eso, cuando se me congelan los huesos, es cuando realmente siento paz.
Porque a mí me dan vida los días grises, las tormentas, las madrugadas de relámpagos y las estrellas fugaces. Porque a mí me acogen la noche y el frío. Mi fuerza despierta cuando el mundo se apacigua, la vida se frena y el planeta duerme.
El huracán en el pecho. La piel erizada. Los sueños al límite y la música a todo volumen. El vértigo de las grandes decisiones, y el de las pequeñas. La ilusión por las pequeñas cosas... Tal vez un libro, un lugar, una canción. Los caminantes que toman un desvío hacia tu vida para acompañarte en el proceso mismo de vivir, únicamente porque valoran tu compañía al andar, y los otros tantos senderos que elegí tomar, apartando el mío un ratito, para aprender y acompañar a quien así lo necesitara.
No se trata de llegar a la meta, se trata de lograr por el camino. No hay final marcado ni punto de partida claro, solo tú y tus pasos. Tu manera de crecer, de cambiar, de sentir. Es así como uno lucha por sus sueños, teniendo claro siempre que no hay trofeo que merezca la pena si no se ha disfrutado del proceso.
Mi inspiración haciendo de las suyas a las cuatro de la mañana.
Bonita madrugada.